domingo, 9 de mayo de 2010
Parque Miraflores, Pino Montano.
Es agradable pensar que cualquier día haga frío o calor, con lluvia, viento o buen tiempo, puedes pasear por un paisaje artificial tan naturalmente creado.
El parque de Miraflores se encuentra en la zona norte de Sevilla, frente al Polígono Store. Está rodeado de una valla de hierro alta para evitar el deterioro por la entrada incondicional de vehículos. Su estructura es de lo más práctica para el gozo del visitante. En el interior del mismo y rodeando a varios lagos justamente situados, puedes disfrutar de césped natural para tumbarte a leer, bancos de hierro para sentarte o circuitos para caminantes o corredores si es lo que te motiva.
Nada más entrar, el parque te regala un centenar de sensaciones agradables: el olor a manzanilla y lavanda tras cruzar el puente sobre la SE-30, el de la dama de noche en los jardines del paseo, el del azahar, la higuera y el olor dulzón de las moreras cargadas de frutos junto a los huertos, el del eucalipto a la vera del canal que cruza el parque y, por encima de todos, el aroma del césped mojado.
Resulta relajante oír el sonido del agua de las fuentes, de los aspersores o en ciertas ocasiones el de la lluvia al caer sobre la tierra, el del viento que mece los árboles o el agradable cantar de las diversas especies de pájaros que moran y vagan libremente sobre el paisaje.
Me fascina ver cómo los árboles se llenan de frutos con su variado colorido en primavera. Aquí los naranjos se mezclan con diversos árboles frutales, que junto con los huertos y los jardines experimentales con su interminable gama de tonalidades que tan sabiamente el diseñador ha inventado sobre todo para el disfrute de los ciudadanos, conforman un panorama que sobre un fondo verde y marrón inyecta sensación de libertad.
En cuanto a animales se trata, he podido ver diversas especies de aves (gorriones, palomas, golondrinas, patos, ocas, cotorras, abubillas, y otras especies de aves voladoras y palmípedas cuyos nombres no conozco). En el agua conviven, además de insectos y ranas, unas carpas de medio metro que salen a la superficie si les das de comer, con tortugas y galápagos que la gente deja libre allí (a veces por ignorancia ya que algunas especies son voraces, pero que se encuentran tan felices observando desde el agua a los paseantes que da envidia verlas).
Se me llena la cara de dicha cuando observo la naturaleza y veo cuán inteligente son los seres vivos. Da la impresión de que los animales te comprenden perfectamente aunque tú no los entiendas a ellos. Ayer, desde encima de un puente de madera, vi incluso una culebra de agua que nadaba por la orilla del canal. Era preciosa, con la cabeza redondita, de ojos grandes y piel tatuada con cuadros amarillos y negros, y cuando llegó justo debajo de donde yo estaba, paró su recorrido, me miró y luego siguió su camino. Vi también, por vez primera un conejo y algún que otro roedor no tan agraciado. Me ilusiona verlos cómo tratan de que sus crías salgan adelante en primavera.
Resulta casi inverosímil que en tan poco tiempo y espacio coexistan tantas especies de aves, roedores y reptiles tan diversos. Mi parque, además de ser un pulmón para mi ciudad, es lugar de dicha para mí.
Si pudiera pedir un deseo para mi barrio sería mi parque, que une cinco barrios y cientos, si no miles, de personas. Sólo espero que esos cafres quinceañeros (porque a esa edad casi todos somos cafres) no lo destrocen con las botellonas y competiciones sociales variadas para demostrar quién es el mejor, o que no se llene de maleantes. De momento la vigilancia es genial.
Os espero allí.
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